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Cuento: Miércoles de Ceniza


A mi abuelo paterno

Aún no lograba comprender lo sucedido. El cuerpo sin vida de su abuelo paterno yacía dentro del ataúd. El olor a cerezas que siempre impregnaba la casa grande, súbitamente había desaparecido.
Ese era el aroma asociado a la casa grande, donde vivió los mejores e inolvidables momentos de su niñez. Los relatos del abuelo sobre el niño fantasma que habitaba en los corredores de la casa, invadieron su escuálida memoria y actuaron como estruendosos relámpagos en su apagada mente. Al estar allí, en la amplia sala, el temor se apoderó de ella. Ya tenía 32 años.
Estando junto al ataúd, recordó cuando su abuela la llevó por primera vez al cementerio. Aún evoca sus palabras: “Esta es la casa de los muertos y debes respetarla. Al entrar debes hacerte la señal de la Santa Cruz, para que ellos te respeten y te den protección”. Desde entonces lo hace cada vez que cruza el umbral de cualquier Camposanto.
Era la misma sensación. La presencia de la muerte rodea sutilmente a cada una de las personas de la casa. A pesar de su miedo, apenas alcanzó a mirar unas manos blancas, las más blancas que vería en su vida. Luego, cuando el señor de la funeraria concluyó su trabajo, alcanzó a ver un rostro, también blanco, blanquísimo, envuelto con un retazo de tela que intentaba sostener la débil quijada del abuelo. Sabía que ese día era el último encuentro, su último recuerdo. Era miércoles de ceniza.
Entre sollozos y con las manos en su rostro, los recuerdos desvanecieron su lucidez. Era inaceptable y ni las palabras de resignación de su padre lograron calmar el intolerable dolor. Intentaba recordar cómo era el abuelo, pero sólo rememoró los dos últimos años de agonía.
El martes le pidió a una de sus hijas las llaves de la casa. Ella no estuvo allí, pero percibió la tristeza del abuelo cuando sostuvo entre sus frágiles dedos las cinco llaves. Imaginó también su sufrimiento para despedirse de la casa grande; ella inclusive pensó en el momento en que le tocaría despedirse de ella. Supo que ese mismo día él rezó y con una tensa calma le dijo a la abuela: “Sé que voy a morir”.
Y es que en los últimos tres meses el abuelo siempre preguntaba: ¿qué día es hoy?, ¿es miércoles?. La angustia de la familia ante cada miércoles se había desvanecido. 
Siempre recordaría la conversación del 28 de septiembre. Él recostado en el sofá de la sala le contaba su desesperación. Con voz lenta y un poco ronca, efecto del tratamiento médico, le dijo: “Nunca sentí tanta necesidad de estar con Dios como ahora. Y es lamentable porque tuve que sentirme enfermo para querer estar cerca de él. Ahora siempre rezo. Quiero que sepas eso, hay que rezar siempre y no sólo cuando tenemos necesidad, cuando queremos un milagro de Dios. Hay que rezar para alimentar nuestra fe”. Esas palabras retumbaban constantemente el dolor. Sabía el significado imborrable de aquel día, inclusive durante el resto de su vida pensaría que fueron las palabras más hermosas que le dijo el abuelo. Tanto es así que ahora reza todas las mañanas al despertarse.
Generalmente era alegre, espontáneo y cuidadoso de todos los detalles en la casa grande. Ese esmero con que cuidaba lo adquirido, parecía ser una característica heredada a las siguientes generaciones. Pero, de la misma manera relataba chistes, cuentos e historias. Las que contaba de modo especial eran las del pueblo donde había nacido: su conversación con las ánimas, quienes eran  mujeres con rostros angelicales  y; la aparición de lobos y fantasmas, que robaban a los niños recién nacidos.
Estuvo incólume durante unos minutos. La imagen del abuelo no se desvanecía. Estaba confundida y sumergida en su propio silencio, pero no podía ausentarse. Parecía que sólo el día anterior corría por los pasillos de la casa, detrás de los primos mayores, escuchando reiterativamente la historia del niño fantasma, la cual supo, diecisiete años después, que era un invento del abuelo para alejarlos de la habitación donde guardaba sus herramientas. Para ese entonces el cuarto permanecía bajo llave y, junto a sus ocho primos huía ante el temor de oír el llanto del niño, quien había sido abandonado por su madre hace más de cincuenta años.
Un pequeño instante logró salir de sí misma, fue cuando su abuela la llamó. Lo hizo para decirles la importancia de aquel triste momento y lo significativo que resultaba no sólo para ella sino para toda la familia.
De nuevo se sentó, pero en esta ocasión lo hizo en la habitación contigua a la sala. Allí, con su madre empezó a rezar el rosario. Contestaba el padre nuestro y el avemaría mientras su memoria divagaba en el pasado. Estaba con su abuelo en la playa, en una de las oportunidades que viajaron juntos. Oía el vaivén de las olas y  percibía el aroma del mar. Rememoró el día en que el abuelo entraba y salía del mar, como si fuera parte del océano, y su estilo de contar la misma historia con diferentes paisajes y personajes.
En otra oportunidad, el abuelo viajó con la caña de pescar. Lo recordó sentado y con el anzuelo intentando atrapar un pez. Él permaneció así por largas horas, casi absorto.
Las personas que rezaban se levantaron de las sillas y comenzaron a responder las letanías. Ahora la sala de la casa grande estaba casi vacía. Los amigos del abuelo se habían marchado y sólo la familia permanecería allí. La abuela se acercó y señaló: “No lo dejen solo”.
Pero el sueño logró vencerla. Apenas pudo se levantó de la silla y se dirigió a uno de los cuartos. Tuvo miedo, pues no sabía en cuál descansar. Prefirió hacerlo en el que era de los abuelos. Se recostó y el miedo no la dejaba. Veía sombras. Sentía que abrían y cerraban las puertas. Al fin concilió el sueño y allí estaba el abuelo.
Cuando despertó eran las ocho de la mañana. Durmió casi tres horas. Se detuvo en la cocina a desayunar. Nuevamente las personas del pueblo estaban rezando en la sala de la casa grande.
Rondaba el ataúd, pero no se atrevió a mirar tras el cristal. Solía imaginar a cada instante el rostro pálido del abuelo, las manos blancas, blanquísimas del abuelo.
Sentada en una de las sillas de la sala, vio a su padre entrar con dos ramos de flores de claveles amarillos y rojos. Recordó que eran las flores de los muertos. Su prima, la mayor, trajo una cruz de rosas rojas y blancas, cuyos pétalos serían el símbolo de despedida.
Su prima las colocó sobre el ataúd. Se acercó y ella sí pudo ver a través del cristal. La señora que reza el rosario entró a la sala de la casa grande. Desde donde estaba sentada pudo ver el rosario, era de madera y grande. Empezó a rezar.
El abuelo salió por el patio, vestido con un pantalón gris y una franela blanca. Le indicó: “Este arbusto lo sembré el primer día que llegamos a la casa. Tu papá tenía 6 años. Forma parte de la familia. Son nuestras raíces”.
Ese miércoles de ceniza el olor del árbol de cerezas desapareció y nunca más logró percibirse. El abuelo se llevó tan inigualable fragancia. A pesar de eso el árbol continuó allí hasta el último día de la casa grande.
La abuela aún cuando quería llorar, no lo pudo hacer en ese momento, manifestó que era hora de acompañar al abuelo al cementerio. Trató de darle valor.
Algunos hombre del pueblo, incluyendo a su padre, sacaron el ataúd de la sala y decidieron transportarlo a pie hasta la iglesia “Santa Bárbara”. El recorrido fue corto, alrededor de 5 calles. En la iglesia el padre oficio una misa en su nombre. Ella siempre recordaría sus palabras: “Ahora está en un lugar donde no sufrirá más”. Sintió reconfortarse y es que los últimos dos años del abuelo habían sido así, de sufrimiento y lucha contra una mortal enfermedad, que aunque pudo con su cuerpo, su espíritu siempre lo mantuvo con vitalidad. Sintió la mano de su madre en el hombro, como señal para salir y dirigirse al cementerio.
De nuevo trasladaron el ataúd a pie. Esta vez hacia el camposanto. Caminaron 10 calles. Al entrar, se persignó. Su madre le indicó que tenía que despedirse del abuelo. Entonces le entregó una rosa.
Fue así como se despidió del abuelo, con una de las rosas rojas, la tomó con la mano del corazón y, mientras el ataúd descendía y rodeada de su familia, le dijo: “Adiós abuelo, nos vemos. Gracias por ser parte de mi vida”. Era su última despedida. La casa grande no volvería a ser la misma.

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